El Descubrimiento 
Jesús Moraes 
 
Un hombre parado en el zaguán de su casa

De mil formas intentamos convencer a Diego Raúl Lencina que abandonara la vereda, volviese a plantar tomates o hacer literatura fantástica. Pero todas esas súplicas fueron en vano. Diego, plantado frente al zaguán de su domicilio, miraba a lo lejos con los brazos cruzados.

Por la mañana, su mujer se levantaba temprano y le ofrecía mate. Pero el se negaba rotundamente a tomar la infusión amarga, tampoco prestaba atención a sus comentarios matinales ni mucho menos respondía a la súplica reiterada del retorno al interior de la casa.
-¡Viejito, -dijo su mujer una mañana- agredes a todo el mundo con esta actitud tan obcecada!
Pero Diego, que jamás dejó de mirar hacia el norte, apretaba los dientes y sacudía la cabeza mientras ella hablaba.

El pueblo, no tardó en acostumbrarse a la figura de ese hombre en el zaguán de su casa. Pero sus vecinos no lográban resignarse. Curiosamente, el asombro del comienzo se fue transformando en burla, y el miedo superado fue desencadenando sorna, ironía, escarnio y ultraje. Hasta los niños se reían, le tiraban piedras, le gritaban insultos y lo azotaban con varas de mimbre. Pero los adultos, mil veces mas hirientes, lo señalaban con el dedo, se reían en su cara, le decían groserías y no faltó quien quiso trompearlo a fin de romper el misterio de ese hombre parado en el umbral de su casa.

En cambio los borrachos se amontonaban a su alrededor, permanecían horas confesando tragedias, llorando amores perdidos y bebiendo aguardiente. Del mismo modo los dementes, los retardados y los más débiles. Todos ellos lo reconocían de lejos, se acercaban con euforia y le contaban historias maravillosas, delirios increibles y sueños inalcanzables. Eran los mal vistos del pueblo quienes adoraban a Diego Lencina. Se detenían frente a su silencio y se despojaban de toda miseria con asombrosa espontaneidad. Miles de prostitutas se acercaban a besarlo, lo cubrían de caricias y se quitaban el frío de los huesos ante el fuego de su presencia.

Desteñido por el sol y la lluvia su semblante de rasgos afilados se fue tornando cada vez más livido. Sin embargo, nunca perdió el gesto inocente, por el contrario desde el deterioro y la fragilidad cada día mas evidentes, se fue templando a la intemperie el talante alegre de un niño grande.

Una tarde, ya finalizando el otoño, advertimos sin sorprendernos que su mujer lo había abandonado. Sobre sus zapatos deslustrados, depositó un ramo de siemprevivas y una carta agraviante donde justificaba su abandono. Por fin se sacudió nuestra indiferencia y conmovidos por la enajenación que padecía nuestro amigo nos reunimos en cabildo abierto y resolvimos terminar con sus calamidades. Compramos un chaleco de fuerza y decidimos internarlo en un nosocomio, pero forcejeamos toda la noche con una mole de roca viva. Al límite de nuestras fuerzas renunciamos a nuestro propósito cuando el amanecer comenzó a filtrarse sobre la piel de un marmol desnudo.

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