El Descubrimiento 
Jesús Moraes 
 
El último tramo

Ingresamos sobre una avenida calzada en piedra y unos edificios enormes también trabajados en roca volcánica. Todo hacía pensar que esta ciudad estaba abandonada, sin embargo, la sensación que malhechores nos observaban se fue haciendo cada vez más intensa. Las ruedas del carro crujían como un lamento en aquella superficie de granito que a juzgar por una película de musgos todo hacía pensar que por ahí hacía siglos que no transitaba nadie. En el horizonte se perdía esta avenida interminable, demasiado ancha, de veredas angostas y árboles descomunales.

Guardamos silencio en la travesía de la ciudad desconocida, pero no por miedo, por asombro, este se había instalado en nosotros de una forma maravillosa y desplazó todo otro sentimiento. Así llegamos a la desembocadura de dos puentes, ambos en forma paralela atravesaban el manto en carne viva del lecho de un río que ya no existía. Optamos por el puente más moderno, el otro, todo de hierro se parecía al costillar desgarrado de un bestia gigantesca y conservaba todo el encanto de los tiempos más remotos. No nos detuvimos, continuamos la marcha atraídos por un cilindro de color naranja que se levantaba en el extremo oeste del horizonte. Silvia, que hacía años había perdido la vista, arrugó la frente, señaló ese punto y nos dijo:

"Es allá muchachos", y agregó, "orienten los bueyes en dirección al oeste". Así lo hicimos, algo extraño comenzó a suceder a partir de ese momento, el cielo sin nubes, y el sol radiante se vio rodeado por rayos y truenos. Pero no llovió, una tormenta sin nubes se hizo sentir ni bien orientamos los animales en esa dirección.

Edith, fue la primera en reconocer el olor, "Aspiren, -nos dijo- aspiren la miel que aún se respira en el aire". Y un aroma dulce con un dejo a pasto quemado nos acompañó hasta el fin de nuestro viaje. Volvimos a guardar silencio, sacudidos por un torrente de emociones, pero acordamos que era prudente no compartir los recuerdos. Pero Teca no resistió. Reconoció los arcos de una bodega, y comenzó a gritar desesperada:

"¡Malvasía, Malvasía hijos de puta!".

Edith logró volverla al silencio con mucho cariño, le cubrió la boca con una venda de lienzo y le cerró los ojos con barro y saliva, pero Teca se quedó murmurando una letanía: "Don Ambrosio Galli" "Ruega por nosotros"; "Don Lirio Moraes" Ruega por nosotros"; "Don Jaime Romans" "Ruega por nosotros" -y todos nos plegamos a esa letanía añadiendo los nombres mas significativos de la historia de nuestros afectos. Finalmente llegamos al último tramo del viaje. Una curva llena de agua y enseguida un engranaje enorme enclavada en el medio de un bañado. Al fondo, las bóvedas blancas mordidas por el tiempo y a un costado el horno de cal que nos había orientado. En el fango y rodeada por pajonales la estructura desnuda de un ingenio en ruinas. Bajamos, besamos esos escombros y llenos de silencio regresamos al consuelo.

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