La helada
Esa tarde Gregorio bajó hasta el río y supo que la helada sería de las grandes. El viento había soplado todo el día y unas olas rojizas con una cresta blanca se agolpaban en la orilla haciendo llorar el río. "Si llega a aflojar el viento no va a haber negro que aguante", decía Gregorio Ramos con la gorra metida hasta las orejas. El cielo, cubierto desde la madrugada se presentaba sin nubes y el sol comenzaba a ocultarse en un ocaso limpio y anaranjado. Antes que se ganaran las sombras Gregorio advirtió que el viento se calmaba y las aguas se sosegaban sobre el lecho de piedras. Estuvo en la costa hasta que el río tomó la calma de un lago de aguas muertas. Ahora, el frío quemaba la cara y subía desde los pies hasta la garganta. Una bruma espesa y penetrante se filtraba por los agujeros de sus zapatos, traspasaba la tricota y congelaba los huesos. Prendió un cigarro de chala y se sentó en una roca. Antes de terminarlo, se encaminó a paso lento hasta su casa.
En el horizonte, se levantaba la luna llena completamente desnuda. Al llegar, un perro salió a recibirlo y se quedó gimiendo a su costado. Gregorio, recostado al portón, buscó la cruz del sur en el cielo y sacudió la cabeza en silencio. De un sobresalto entró resoplando el aliento. Su mujer tenía el hogar prendido y los gurises rodeaban el fuego, mientras en la olla de tres patas hervía un guiso de garbanzos con pimientos colorados.
"Voy a hacer tanto humo entre las filas, que no la voy a dejar bajar a la helada" Repetía Gregorio Ramos entre maldiciones y cucharadas. Amelia sabía muy bien lo que decía su esposo, pero se quedaba en silencio mirando el hielo que cuajaba en los vidrios de la ventana. Después de cenar, Gregorio se cubrió con el poncho de lana cruda y se fue a los plantíos con una botella de caña blanca. En la punta de cada cantero, había preparado un brasero con aserrín de lapacho, aceite de pata de vaca y hojas secas de planta malva. Encendió los braseros y se puso a hacer humo con la esperanza de que el aire caliente no dejara bajar la helada. Cada tanto un trago de caña para calentarse las tripas y otra vez a llenar de aserrín los braseros de boca blanca.
Antes de insinuarse las luces del alba, se sentó entre dos hileras de tomate y bebió del pico de la botella el último trago que le quedaba. Reclinó la cabeza en el colín del quincho de paja y sonrió por primera vez en el combate con la helada. Cuando asomó el sol, Amelia corrió al encuentro de su marido. El campo blanqueaba como una sábana de hielo y de las tijeras de los ranchos colgaban agujas de agua. Al llegar, los braseros no humeaban. Las cortinas permanecían bajas y salpicadas con vidrio molido. Amelia comenzó a levantar con miedo esas cortinas que se quebraban, pero se encontró con la maravilla de una llovizna de cristales blandos que estallaban en mil colores sobre el follaje de las plantas.
"¡Gregorio!"
Llamó la mujer con la voz aflautada sin dejar de levantar las cortinas que cubrían todo el cultivo.
"Salvaste tu cosecha". Gritaba a todos los vientos, sin poder evitar la alegría que le anudaba la garganta.
"¡Gregorio!"
Siguió llamando cada vez mas fuerte y saltando como una cabra, sin advertir el cuerpo tendido de Gregorio en la sábana blanca, con la sonrisa llena de hielo y los ojos cubiertos de escarcha.
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