La antigua morada
Adrián era el menor de una familia de emigrantes que por razones que nunca quedaron esclarecidas fue el único habitante en toda la colonia que aprendió a leer y a escribir sin que nadie le enseñara. Este jóven, se había propuesto rescatar la historia de sus familiares a fin de obtener una pista sobre la amnesia que padecían sus hermanos.
Con ese motivo viajó a San Piaggio Platano con la dirección de la morada donde nacieron sus progenitores. Esa dirección la obtuvo revisando el registro de correspondencias que dejo Vicenta Gines, y que los ancianos del pueblo habían conservado como un libro sagrado.
Esa mujer era la única que sabia escribir cuando fundaron la colonia y vio morir de nostalgia a un centenar de emigrantes. Conmovida por esa enfermedad que amenazaba con exterminarlos Vicenta se ofreció para mediar de escribiente y acercarlos a la otra orilla del océano.
Fueron tantos los favores epistolares que tuvo que atender Vicenta Gines que a temprana edad perdió la vista en el oficio de escribir cartas. Las horas del dia le resultaron escasas para llevar al día los encargos y tuvo que trabajar en las noches a la luz de una vela. Todo esto, sin contar las misivas de amor que no eran pocas y rigurosamente se escribían a la luz de la luna llena.
Al correr de los años, había confeccionado un registro donde figuraban nombres y direcciones de los más variados vínculos. Vicenta jamás reveló la clasificación en cuatro colores que había establecido en su libro, pero Adrián sospechaba que en los folios donde se descubrían signos desteñidos, Vicenta aguaba las tintas convencida que al paso del tiempo, algunos vínculos y sus registros habrían de borrararse sin dejar huellas.
La ceguera de Vicenta sumió a la colonia en la más profunda incomunicación. Las cartas continuaron llegando, pero ya nadie pudo contestar las correspondencias que recibían. Nunca supieron a quien pertenecían los sobres que llegaban y optaron por quemarlos sin abrirlos para evitar las riñas y las disputas que generaba el correo.
Consideraron contratar a ilustres desconocidos para que leyeran a quien correspondiese las cartas que seguían llegando del extranjero. Pero todos estuvieron de acuerdo que nadie como Vicenta, guardaría con tanto celo los secretos de la gente. Así pues, por unanimidad asumieron la condena del silencio, y los riesgos que la nostalgia volviese a sacudir la colonia.
Esa tarde, las madres que daban de mamar a sus hijos, cifraron sus esperanzas en esos niños. Dios infundiría en alguno de ellos, el don de decifrar los signos de la lengua a fin de restituir la correspondencia que habían perdido.
Curiosamente esta fe de las mujeres repercutió en sus maridos y los embates de la nostalgia fueron vencidos por una fuerza que los hombres ignoraban que poseían. Por lo pronto, no se registró ninguna víctimas en la colonia. Y un aliento vital se fue generalizando a medida que se acostumbraban a vivir sin estar pendientes del pasado. En realidad, no se permitían treguas con los recuerdos. Temían un rebrote en los emigrantes más debiles y por eso prohibieron bajo pena de brutales palizas, tocar el tema de la otra tierra o hacer memoria de sus parientes por mas lejenadarios que fuesen.
Tampoco se hicieron alardes con la misteriosa presencia de ese coraje que los protegía. Salvo Giovanni Consiglio que gritó con los brazos abiertos: "¡La peste conmigo no se mete porque me tiene miedo!." Y una tristeza de muerte se le ganó por la garganta y se murió llamando a su madre que mucho antes de emigrar habían enterrado en Calabria.
Los vínculos se interrumpieron irremediablemente y generaciones enteras se criaron en la ignorancia más absoluta sobre el origen de sus padres y la tierra de sus abuelos. Sin embargo, las costumbres se transmitían en la propia sangre. Trabajaban de sol a sol en el cultivo de la vid, y producían con devoción el aceite de oliva. Comían hasta el cansancio en la fiesta de todos los santos y se amaban o se odiaban desde el vientre materno.
Adrián, convencido que rastreando sus anscestros encontraría la clave de la amnesia que sufrían sus hermanos, se embarcó rumbo a esas tierras, sin la más mínima duda de orientarse hacia las raíces del misterio que indagaba.
Cuarenta dias y cuarenta noches navegó a bordo del buque "Giulio Cesare". Un viernes de tarde llegó a la dirección que buscaba. Se detuvo un instante antes de hacer sonar el llamador. Una mano de bronce con la esfera entre los dedos colgaba en el extremo derecho de una pesada puerta de hojas. A los costados, dos ventanas pequeñas con postigos y persianas cerradas, completaban el panorama de una antigua construcción en pidra tallada.
Adrián imagino esa casa con alcobas enormes, techos inalcanzables y cielorraso de tejuelas. Tirantes de madera dura y listones de ocho por cuatro. No estaba errado. El interior de esa casa era tal cual lo imaginaba. Pisos de madera sin lustrar, patio con brocal, y al fondo, una pieza de paredes negras con una cocina a leña con ribetes de bronce y un calderón de hierro fundido también renegrido por las llamas del fuego. Hasta los detalles más insignificantes se le presentaban con absoluta claridad. Zócalos morados, un perchero de madera ordinaria con espejo redondo. Un cuarto de baño enorme con bañera de
patas cortas y una cisterna de zinc a la altura del techo, con una flor de hojalata y pedazos de corcho podridos.
Adrián tenía esa rara sensación de haber estado en ese lugar. No lograba ubicar el eco de ese pasado que se hacía sentir con nitidez en su memoria. Era la primera vez que llegaba a la tierra de sus antepasados. Sin embargo la certeza con que recorría el interior de la casa no daban lugar a la más mínima duda de un conocimiento exacto de esa morada. En una de las paredes de un dormitorio recordó manchas de humedad que formaban gallinas con rostros de niñas. Frutas en abundancia sobre cestos de mimbre y una selva de animales desconocidos en mapas y continentes ignorados.
Hizo sonar tres veces el llamador de bronce. Pero un tedio repentino, una ausencia de novedad absoluta, se conviertieron en la clave del misterio.
Los ruidos del cerrojo fueron suficientes para dicidirlo. El zaguán crujió al abrirse, pero Adrian, de espaldas al umbral de su memoria, se alejaba en silencio de las puertas de esa casa.
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